No quiero volverme sombra (versión 2)
Segunda versión del cuento "No quiero volverme sombra" que publiqué en julio 2024.
El otoño es azul. La luz apagada se desprende del cielo gris y cae fría sobre el edificio de enfrente. La ciudad parece de papel, formas sin cuerpo pegadas una sobre otra, como un collage de revistas viejas y gastadas. Los edificios rectangulares apenas se separan de las nubes teñidas de azul del fondo. De tanta humedad, las sombras se adhieren como acuarelas al aire, lavando colores, sonidos y movimientos.
Este azul no es solo un color, es una temperatura. Un manto pesado de rocío y melancolía. La ciudad parece vacía. ¿Fue siempre así? Paso el día leyendo y mirando por la ventana. Espero que aparezca Julio. A veces por días no lo veo. Levanto la mirada del libro, buscándolo. Una pared gris sobre otra pared gris. Un álamo flaco y sin hojas. Una enredadera podada. Y de pronto ahí está, caminando seguro sobre la medianera. Es un gato gordo. Blanco. Confianzudo. Llega al final de la medianera y me mira, sentado. Un esfinge sin preguntas. Nos miramos. Cuando estoy por descifrarlo, se deja caer al patio desconocido del vecino. Sigo leyendo.
Me duele la cabeza y duermo mucho. Es normal, parte de la recuperación. Algo así dijo la médica. No recuerdo su nombre. Eso también es normal, creo, que los detalles del accidente estén borrosos. Tenés suerte de estar vivo, habrán dicho, como en las películas, pero ya no sé qué es recuerdo y qué es relleno. Eso es lo grave de golpearse la cabeza.
Aire frío en la cara. Una luz a toda velocidad. Mi bicicleta tirada en la calle mojada. Una moto sobre la vereda. Y yo viendo todo desde el aire, cayendo o subiendo, no sé. Hasta ahí me acuerdo. Después un hueco oscuro e inaccesible en la memoria, como un moretón violeta que si me acerco me duele, y de solo tratar de darle forma me da migraña y me tengo que recostar. No sé cómo volví a casa, si alguien me trajo o si me metieron en un taxi. La bicicleta no la vi más.
Para aprovechar el tiempo muerto, retomé El Extranjero en su idioma original. Lo había empezado antes del accidente, con la idea de refrescar el francés, pero no logro pasar de la página catorce. Antes de poder terminarla me vuelven los dolores de cabeza y me tengo que tirar y cerrar los ojos. Cuando levanto el libro de nuevo, me doy cuenta que no recuerdo nada de lo que leí y vuelvo a empezar la página.
Hace unas semanas arrancaron los ruidos. Antes de eso, flotaba tranquilo en un silencio viscoso. De pronto: voces de hombres, bultos arrastrados, movimiento de muebles, martillos, taladros. Tras esa conmoción, dos voces y un llanto quedaron resonando desde las paredes. La ciudad vacía y mi departamento lleno de gente.
Es como si compartiera habitación con mis nuevos vecinos. Habitamos el mismo espacio sonoro. No sé si los ruidos vienen de arriba o de abajo o del edificio de al lado. Escucho su alarma a la mañana, la puerta corrediza del ropero a toda hora, el movimiento de las sillas, las canillas que se abren y se cierran, el agua corriendo, y el bebé. El bebé que llora, y llora. Los escucho hablar, siempre un murmullo inentendible desde la otra habitación, en el baño, en mi oído.
Con ellos vino Camus. Así lo nombré, no tiene chapita. Es un gato negro y flaquito. No sé por dónde entra al departamento. Parece salir de las sombras, como si se desprendiera de la oscuridad, y a paso seguro se me acerca y frota su lomo contra mi pierna, me acaricia con la cola, seductora y demandante.
Juntos esperamos a Julio. A veces por horas. Nos sentamos al borde del sillón, él como gárgola sobre el apoyabrazos, la mejor vista hacia la medianera, y esperamos a ver si viene. Por suerte Camus no me da alergia, a diferencia de otros gatos. Cuando entro a una habitación puedo darme cuenta si un gato estuvo ahí, instantáneamente me lagrimean los ojos y se me irrita la nariz. Pero con Camus no.
El sol se está poniendo y los vecinos se están peleando de nuevo. El bebé llora. La habitación parece haberse achicado, como si las paredes se hubieran hinchado, cerrándose sobre mi. Pongo música y me acerco a mirar por la ventana que da a la calle.
En otoño el atardecer es más violeta que naranja, y rápidamente se vuelve negro. Los autos están tirados sobre la banquina, olvidados, y la calle desierta. En un balcón, un gato que no conozco me mira, parece hacerme un gesto de reconocimiento, y se mete adentro. Las luces amarillentas de la calle titilan apenas perceptiblemente, como si el aire cargado de humedad les causara interferencia. La casona de piedra está muy oscura, como si un manto de noche se le hubiera derramado encima. De alguna manera siempre me sorprende cuando la vuelvo a ver, como si me olvidara que está ahí y solo se dejara ver cuando el día acaba. En la ventana más alta se ven destellos de una luz ardiente, alguien prendió un fuego intenso adentro.
Suena el teléfono. ¿Será ella?
-¿Hola? - digo. Un silbido de interferencia se escapa del auricular. Un murmullo suave parece responder.
Repito el saludo. Me responde un murmullo distinto, más grave y dubitativo. ¿Hay alguien con ella? ¿Quiénes son? El zumbido de la estática se vuelve más fuerte, insoportable. Bajo la cabeza como si pudiera esquivarlo. Me vuelven los dolores. Aprieto los dientes e intento descifrar qué dicen. El ruido se cuela en mi cabeza. La migraña me obliga a cerrar los ojos.
-¿Me escuchás? - grito por encima del dolor. Agarro el teléfono con fuerza. De alguna manera, todo depende de esto. No recuerdo ni su nombre. El zumbido me sacude, despertando un nudo pulsante de recuerdos. ¿De quién esperaba un llamado? Con cada latido se dispara un destello de memoria: una luz blanca, una sirena, un golpe, un pitido.
No puedo más, cuelgo el teléfono, y me alejo del chillido que todavía se escapa del auricular. Al lado gritan de nuevo. El bebé empieza a llorar. Julio está en la medianera pero sigo de largo y me tiro en el sillón. Entierro la cabeza debajo de los almohadones y espero a que el dolor afloje. Siento a Camus que se apoya contra mi pecho. Un peso reconfortante. Cuando me tranquilizo, le acaricio la cabeza y me lame con su lengua áspera.
Se abre la canilla de la cocina. Me levanto con pesadez y voy a cerrarla. Giro la manija con fuerza, para asegurar que cierre bien. La canilla se abre de nuevo, furiosa. Me salpica y me moja todo. La cierro de vuelta. Con la cabeza latiendo vuelvo al sillón. Uno de los vecinos dice algo. Camus cruza de una sombra a la otra. El otro vecino responde enojado. Prendo la música. Los murmullos se vuelven un gruñido violento, un grito que le responde a otro. Subo el volúmen y ahogo sus voces con la música fuerte.
Hace rato que no veo a Julio, el frío lo tendrá encerrado. Sigo en la página catorce, no logré mover de lugar el marcador. Está gastado y tiene una foto de un lago y un cerro. Dice San Martín 1998 en letras amarillas. ¿Habrá sido de un viaje mío? El teléfono suena y suena, pero cómo nunca escuché nada más que estática, ya dejé de atenderlo, y ahora lo dejo sonar. Si quieren hablar conmigo tendrán que visitarme. Me pregunto si mi familia sabrá del accidente. Si viven cerca en algún momento me tocarán el timbre.
Escucho una voz dando vueltas. Es distinta a la de los vecinos de siempre. La escucho claramente, entiendo lo que dice. Los murmullos que reconozco le responden. Les pregunta muchas cosas. ¿Hace cuánto viven acá? ¿Cómo se llama el gato? ¿Sus padres viven? ¿Todos? ¿Cuánto tiene la beba? Habla muy fuerte. Un olor a quemado recorre el aire. Voy a la cocina a ver qué pasa pero está todo apagado. El olor se vuelve más fuerte. Parece un tabaco seco, irritante, que poco a poco invade el departamento. El aire está espeso y agrio. Empiezo a toser. Abro una ventana para respirar, porque el humo me sofoca. Cuando voy a abrir la segunda, la primera ventana se cierra de golpe. El aire está cargado. Corro a abrir otra ventana, pero está trabada. En la medianera están Julio y otros dos gatos. Me miran los tres, sentados. Trato de forzarla, pero no cede. Un gato más se sube a la medianera desde un techo inclinado de tejas rotas. También se sienta a mirar. Me tapo la cara con el codo y corro a la habitación. Tropiezo con la cama y me meto abajo de las sábanas. Me hago una pelota en la oscuridad. Respiro con dificultad haciendo un hueco con las manos. A lo lejos escucho unas campanas metálicas.
Me despierto desorientado. Amaneció hace poco y la luz débil se cuela por la ventana. No siento el cuerpo. Extiendo de a poco la conciencia hacia los pies y las manos, y de a partes vuelvo a reconocer la forma del cuerpo, a sentir el peso de las piernas. Muevo los dedos. Levanto los brazos. Me cuesta y me duele. Camus estaba durmiendo a mis pies, ahora se levantó y me mira, preocupado. Me siento en la cama.
Cruzo el living desperezándome. Aún siento raras las extremidades. El cuerpo se mueve torpemente, como si estuviera lleno de agua y sin huesos para guiar el movimiento. Pongo música, agarro el libro, y me tiro en el sillón. La música suena fuerte. No quiero volverme sombra. Quiero ser luz y quedarme. El bebé arrancó a llorar de nuevo. Camus se acerca y se me acomoda encima. Hay discos que escuché tantas veces que puedo escucharlos sin realmente escucharlos y leer sin que me distraigan. Hoy voy a pasar de página. Acaricio al gato mientras leo. Se le alertan las orejas. Ve algo que yo no veo.
La canilla del baño se prende. Es algo que viene sucediendo hace rato. Camus me mira. Dejo el libro. Ahora se prende la ducha. Me paro. Se prende también la canilla de la cocina. Todas las canillas están abiertas. Largan agua violentamente. El calefón ruge. El agua sale caliente. El vapor se expande por el departamento. Las ventanas lloran gotas gruesas de humedad. El bebé chilla, alguien alza la voz.
Voy al baño a cerrar la ducha y la canilla. Un muro blanco de agua y calor se interpone. Cierro la ducha, luego la canilla. Me seco la cara mojada con las manos. El espejo está muy empañado, y no llego a ver mi reflejo.
Una línea se desliza por el espejo, dibujando formas en la condensación. Son letras. Aparecen una a una, siguiendo el trazo de un dedo invisible que se mueve lento. La humedad desaparece y deja entrever el reflejo escrito sobre el vidrio.
POR FAVOR DEJANOS EN PAZ.
El dolor vuelve. Cierro los ojos y me agarro de la bacha. Una ola violenta me sacude. El nudo de dolor se retuerce. Escupe imágenes. La bicicleta rota. Las luces. Los gritos. El moretón se vuelve rojo, se abre, veo a través de él, escucho las sirenas, siento el dolor en el cuerpo. Camus se frota contra mi pierna.
En las letras del espejo puedo ver claramente que no aparezco en el reflejo.
Hace poco imprimí 10 de mis cuentos. 46 páginas A4. Me parece un montón. Les puse imágenes de portada a cada uno. Todo lo opuesto a lo que me recomendó mi profesora del taller de escritura. No pensar en la escritura como un producto, sacar el ego del medio, ni se te ocurra compartírselo a tu hermano. Pero a mi me motiva a seguir escribiendo.
El plan es corregir uno a uno en el orden que los imprimí. Esta vez tocó este cuento.
Me gusta el tono, me gusta la descripción del otoño, me gusta mirar desde mi ventana una ciudad vacía y azul.
Muchos de mis cuentos son de personas encerradas en departamentos, ¿tendré que salir más?
En la versión anterior el personaje salía de la casa. Ahora ya no más, todo transcurre dentro del departamento donde convive con unas voces sin cuerpo. Algo así.
Fue mucho trabajo de pulir y sacar imágenes y situaciones repetitivas, no es fácil que el limbo de un alma atrapada no se vuelva repetitiva para el lector.
Además ajusté la lógica interna de los hechos fantásticos. Si va a tener algo fantástico tiene que tener una lógica impecable, si no no es verosímil. Creo que eso quedó mejor.
Ustedes me dirán, si es que hay alguien del otro lado.