No quiero volverme sombra (versión 1)
El otoño es azul. La luz cae fría sobre el edificio de enfrente. La ciudad parece de papel, formas sin cuerpo pegadas una sobre otra, como un collage de revistas viejas y gastadas. Los edificios rectangulares apenas se separan de las nubes teñidas de azul del fondo. De tanta humedad, las sombras se adhieren directamente al aire, apagando colores, sonidos y movimientos.
Este azul no es solo un color, es una temperatura. Un manto de rocío y melancolía. La ciudad parece vacía. ¿Fue siempre así? Paso el día leyendo y mirando por la ventana. Espero que aparezca Julio. A veces por días no lo veo. Levanto la mirada del libro, buscándolo. Una pared gris sobre otra pared gris. Un álamo flaco y sin hojas. Una enredadera podada. Y de pronto ahí está, caminando seguro sobre la medianera. Es un gato gordo. Blanco. Confianzudo. Llega al final de la medianera y me mira. Sentado. Un esfinge sin preguntas. Nos miramos. Cuando estoy por descifrarlo, se deja caer al patio desconocido del vecino. Sigo leyendo.
Me duele la cabeza y duermo mucho. Es normal, parte de la recuperación. Algo así dijo la médica. No recuerdo su nombre. Eso también es normal, creo. Que los detalles del accidente estén borrosos. Tenés suerte de estar vivo, deben haber dicho, como en las películas, pero ya no sé qué es recuerdo y qué es relleno. Eso es lo grave de golpearse la cabeza.
Aire frío en la cara. Una luz a toda velocidad. Mi bicicleta tirada en la calle mojada. Una moto sobre la vereda. Y yo viendo todo desde el aire, cayendo o subiendo, no sé. Hasta ahí me acuerdo. Después un hueco oscuro e inaccesible en mi memoria, como un moretón violeta que si me acerco más duele, de solo tratar de darle forma me da migraña y me tengo que recostar. No sé cómo volví a casa, si alguien me trajo o si me metieron en un taxi.
Para aprovechar el tiempo muerto, decidí leer El Extranjero en su idioma original. La idea era retomar el francés, pero no logro avanzar ni un capítulo. Antes de terminar me vuelven los dolores de cabeza y me tengo que tirar y cerrar los ojos. Cuando levanto el libro de nuevo, me doy cuenta que no recuerdo nada de lo que leí y vuelvo a empezar. No fue muy buena idea.
Un día arrancaron los ruidos. Voces de hombres, bultos arrastrados, movimiento de muebles, martillos, taladros. La ciudad vacía y mi departamento lleno de gente. Después del caos inicial, dos voces y un llanto quedaron atrapados en las paredes.
Parece como si compartiera habitación con mis nuevos vecinos. Habitamos el mismo espacio sonoro. No sé si los ruidos vienen de arriba o de abajo o del edificio de al lado. Escucho su alarma a la mañana, la puerta corrediza del ropero a toda hora, el movimiento de las sillas, la vajilla que cae en la bacha, y el bebé. El bebé que llora, y llora. Los escucho hablar, un murmullo inentendible desde la otra habitación, en el baño, en mi oído. Nunca me los crucé en el ascensor. De hecho hace rato que no me cruzo a nadie en el edificio. El otoño tiene a todos de rehén, encadenados al radiador y a una taza de té.
Con ellos vino Camus. Así lo nombré, no tiene chapita. Es un gato negro y flaquito. No sé por dónde entra al departamento. Parece salir de las sombras, como si se desprendiera de la oscuridad, y a paso seguro se me acerca y frota su lomo contra mi pierna, me acaricia con la cola larga, seductor y demandante.
Juntos esperamos a Julio. A veces por horas. Nos sentamos al borde del sillón, él como gárgola sobre el apoyabrazos, la mejor vista hacia la medianera, y esperamos a ver si viene. Por suerte Camus no me da alergia, a diferencia de otros gatos. Cuando entro a una habitación me doy cuenta si un gato estuvo ahí, me lagrimean los ojos instantáneamente y me pica la nariz. Pero con Camus no.
Está hecho una bola sobre mis piernas mientras trato de leer. Es de noche. Los vecinos creo que duermen, no los escucho. El velador ilumina justo lo necesario para distinguir las palabras en la hoja. Me faltan pocas páginas para terminar el primer capítulo, un avance importante. Camus se alerta, salta hacia el suelo y desaparece en la oscuridad. El velador se apaga y todo se vuelve negro. A ciegas tanteo buscando la tecla. Lo enciendo de nuevo. Camus se fue. Se apaga de vuelta. Oscuridad total. Lo prendo. Se apaga. Estoy encandilado por mirar directo a la bombita. Escucho a los vecinos pisotear en algún lado. Lo trato de encender. Ya no enciende. Me voy a dormir.
Me despierto con gritos y con la persiana abierta. El sol ya se está poniendo. Se están peleando de nuevo. El bebé llora. La habitación parece haberse achicado, como si las paredes se hubieran hinchado, cerrándose sobre mi. Salgo a dar vueltas por la ciudad vacía.
La humedad cuelga del aire como telas de araña, y de tan solo caminar me moja la cara y la ropa. El atardecer es mi horario. En otoño es más azul que naranja, a veces violeta, y rápidamente se vuelve negro, y parece que solo es horario mío, porque los autos están tirados sobre la banquina olvidados, y la calle desierta. A lo lejos un gato me mira, parece hacerme un gesto de reconocimiento, y sigue. Las luces naranjas de la calle titilan apenas perceptiblemente, como si el aire cargado les causara interferencia. Camino hasta que mis piernas elijan volver, sin ningún rumbo claro. Pasar el tiempo hasta recuperarme.
La casona de piedra está muy oscura, como si un manto de noche se le hubiera derramado encima. De alguna manera siempre aparece en mi recorrido. En la ventana más alta se ven destellos de una luz ardiente, un fuego parece quemar intensamente adentro. A lo lejos, un zumbido se escapa del portero eléctrico. Cuanto más me acerco más insoportable se vuelve. Me vuelve el dolor de cabeza. Camino más rápido, bajando la cabeza como si pudiera esquivarlo. Timbre que paso, timbre que zumba. Como si el teléfono del otro lado hubiera quedado descolgado. Vuelvo rápidamente a casa. Mi cabeza es un globo a punto de explotar.
El pasillo de la entrada hasta el ascensor es largo, un túnel oscuro con una luz roja al final, apuntando al seis, mi piso. Las luces frías se apagan a medida que me acerco, y luego se quedan parpadeando débilmente. Llego al ascensor. Aprieto el botón, nada. Aprieto de vuelta, silencio. El seis rojo, lo único que ilumina en la oscuridad. Aprieto muchas veces como si estuviera apuñalándolo con el dedo. Atrás mío la puerta de entrada se abre y cierra de golpe. Las luces del pasillo se prenden, blanco furioso. La luz me entra como una puntada en la cabeza. El dolor me obliga a cerrar los ojos. Me imagino un nudo pulsante de sangre y recuerdos, chocando contra las paredes del cerebro. Con cada golpe un destello de memoria: una luz blanca, una sirena, un grito, un dolor, un pitido.
No puedo esperar más, subo por la escalera. Julio está en la medianera pero sigo de largo y me tiro en el sillón. Entierro la cabeza debajo de los almohadones. Escucho ruidos desde el baño. La ducha está prendida. Me levanto con pesadez y me dirijo a apagarla. Abro la puerta y una nube de vapor se me abalanza. Cierro la ducha. Un murmullo atraviesa las paredes. La ducha se abre de nuevo, furiosa. Me moja todo. La cierro. Arrancan los gritos de los vecinos.
Con la cabeza latiendo salgo del baño. Camus cruza de una sombra a la otra. Los gritos me rodean. Grito sobre grito. Prendo la música. Los murmullos se vuelven un zumbido violento, un enjambre que le responde a otro. Subo el volúmen. No quiero volverme sombra. Quiero ser luz y quedarme. Los gritos frenan.
Agarro el libro y me tiro en el sillón. La música suena fuerte. Camus se acerca y se me acomoda encima. Hay discos que escuché tantas veces que puedo escucharlos sin realmente escucharlos y leer sin que me distraigan. El dolor de cabeza aflojó. Acaricio al gato mientras leo. Se le alertan las orejas. Oye algo que yo no oigo.
La canilla del baño se prende. Camus me mira. Cierro el libro. Se prende la ducha. Me paro. Se prende la canilla de la cocina. Todas las canillas están abiertas. Largan agua violentamente. El calefón ruge. El agua sale caliente. El vapor se expande por el departamento. Las ventanas lloran de humedad. Las luces se apagan intermitentemente. Los vecinos están en silencio.
Voy al baño a cerrar la ducha y la canilla. Un muro blanco de agua y calor se interpone. Cierro la ducha, luego la canilla. Me seco la cara mojada con las manos. El espejo está muy empañado, y no llego a ver mi reflejo.
Una línea se desliza por el espejo, dibujando formas en el vapor. Son letras. Aparecen una a una, siguiendo el trazo de un dedo invisible que se mueve lento. La humedad desaparece y deja entrever el reflejo escrito sobre el vidrio.
“POR FAVOR DEJANOS EN PAZ”
El dolor vuelve. Cierro los ojos y me agarro de la bacha. Una ola violeta me invade. El nudo de dolor se retuerce. Escupe imágenes. La bicicleta rota. Las luces. Los gritos. El moretón se vuelve rojo, se abre, veo a través de él, escucho las sirenas, siento el dolor en el cuerpo. Camus se frota contra mi pierna.
En las letras del espejo puedo ver claramente que no aparezco en el reflejo.